Tal Día Como Hoy...

Una mujer relata cómo su marido, un guardia civil, fue agredido mientras trabajaba en un festival. A raíz del incidente, su vida cambió drásticamente, enfrentándose a meses de recuperación física y psicológica, mientras el agresor aún espera juicio.

R.B.O

8/20/202410 min leer

Este es el lugar donde el guardia civil sufrió una agresión.
Este es el lugar donde el guardia civil sufrió una agresión.

20 de agosto de 2023. Domingo. Mi marido tenía turno de tarde. Su cuarto día consecutivo con turno de tarde, en todos ellos prestando apoyo a los compañeros de Cangas de Onís en el Festival Aquasella.

Por la mañana, mientras desayunábamos, me comentaba lo cansado que estaba ya de ese turno, y de tener que interactuar con tanto “zombi” (en Aquasella, gran parte de los asistentes consume y mezcla drogas y sustancias tóxicas de manera descontrolada, terminando muchos de ellos en condiciones lamentables). Yo intentaba animarle. Era su última tarde, previa a un descanso de tres días.

Ese día salí de casa yo antes que él. Me despedí, no sin antes recordarle, una vez más, que el descanso estaba a la vuelta de la esquina. Lo que ninguno de los dos nos podíamos imaginar era que ese ansiado descanso terminaría convirtiéndose en una pesadilla de 6 meses de baja como consecuencia de lo ocurrido aquel 20 de agosto de 2023, que jamás podremos olvidar.

Eran las siete de la tarde cuando recibí una WhatsApp suyo: “Buenas, estoy en el hospital. Me dieron un golpe en la cabeza, un corte. Nada grave. No te asustes”.

El corazón me dio un vuelco. ¿No te asustes? En lugar de responderle por mensaje, le llamé por teléfono. Pero no me cogió la llamada. No tardó en enviarme un audio de voz, diciendo que me llamaría en cuanto pudiera. Escuchar su voz me tranquilizó, aunque su voz sonaba rara.

Pasada media hora sin tener noticias suyas, volví a llamarle. Esta vez sí cogió la llamada. Me dijo que estaba bien. Le pregunté si quería que fuera a buscarle, y me dijo que sí. No quería hacerle hablar mucho, se le notaba cansado, pero el hecho de que accediera a que fuera a buscarle al hospital me alarmó. El asunto no parecía tan leve como me lo había hecho ver.

Cogí las llaves del coche, y le dije a nuestros hijos, de 8 y 12 años, que tenía que salir a recoger a papa, que estaba en el hospital, donde le habían curado de un corte, y que no se preocupasen.

Ya en el coche, no podía ni llorar del miedo que tenía al no saber lo que me iba a encontrar. La angustia me invadía por completo. A decir la verdad, no soy capaz de recordar nada de aquel trayecto de 25 minutos entre mi casa y el hospital. Sólo podía pensar en él. Sólo quería llegar cuanto antes a su lado.

Poco antes de llegar al hospital, recibí la llamada de uno de sus compañeros. Me preguntó cómo estaba. Le dije que no lo sabía aún, que estaba camino del hospital. Trató de tranquilizarme, todo estaría bien, y me relató lo que había ocurrido.

Habían llamado a mi marido para que, junto con el eventual que le acompañaba, prestasen apoyo en un operativo dispuesto para contener a un joven del Aquasella, que estaba en un cajero de Cangas de Onís, en estado de exaltación y agresividad como consecuencia de un brote psicótico fruto de la ingesta de drogas. Mi marido, al tratar de calmarle mediante el diálogo, recibió un fuerte puñetazo, su cabeza golpeó contra la pared, y perdió el conocimiento.

Mientras escuchaba el relato de los hechos, mi corazón, roto de dolor, latía con tal intensidad que parecía salirse de mi pecho. Y aunque su compañero insistía en tranquilizarme, no quedaba cabida en mí para la calma, sino sólo para la desesperación y la rabia. ¿Cómo alguien podía haber agredido de esa manera a mi marido? Él, que era una de las mejoras personas del mundo. Profesional, compañero, amigo de sus amigos, buen padre y mejor esposo. No podía dejar de pensar por qué había tenido que tocarle a él vivir aquella desgracia.

Llegué al aparcamiento del hospital, y me dirigí corriendo a urgencias. En admisión me dijeron que estaba en los boxes de la UCI. No sabían si podría pasar a verle, por lo que tendría que esperar. Camino de la sala de espera, me encontré con dos de sus compañeros, uno de ellos, el que me había llamado hacía unos minutos. Fueron ellos dos, con la ayuda de otros guardias más, quienes finalmente consiguieron reducir al joven. El agresor también estaba en ese hospital, si bien en otra sala. Unas ganas descontroladas de ir hacia él y estrangularlo con mis propias manos invadieron todo mi cuerpo. La llegada de un miembro de seguridad del hospital me sacó de mis pensamientos. Podía pasar a ver a mi marido.

Al cruzar la puerta de la sala, le vi sentado de espaldas. Tenía una vía con gotero en su brazo derecho, y la cabeza vendada. Al girarse, le vi la cara. Tenía todo el lado derecho desfigurado por el golpe, y estaba aún algo ensangrentada. Al verle en esas condiciones, quise morir. Corrí hacia él para abrazarle, con cuidado para no hacerle daño. Le pregunté qué tal estaba, y me dijo que bien, aunque algo dolorido. Le habían hecho un escáner, y no habían detectado nada anormal. Pero aún tenían que coserle las heridas. Estaba consciente, pero su voz y el gesto de su cara evidenciaban que estaba aturdido, tanto por el golpe como por la medicación que le estaban suministrando por la vía.

Pasaban los minutos, y nadie aparecía para coserle las heridas. En el hospital estaban saturados atendiendo a jóvenes con sobredosis y situaciones similares. En breve estarían con nosotros, nos decían cada vez que un sanitario pasaba por nuestro lado.

Durante la espera, se personó un mando, quien poco interés demostró por el estado de mi marido. Quería saber si durante el incidente algo de su dotación había resultado dañado, para hacerlo constar en el informe. Yo no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo ante mí. Allí estaba mi marido, con la cabeza vendada, la cara reventada, y conectado a un gotero, pero lo importante era saber si el material dotacional estaba dañado. Increíble.

Por fin apareció una enfermera. Le quitó el vendaje de la cabeza, y le cerró las heridas. Al quedar la cabeza al descubierto, lo que se veía resultaba dantesco. La herida era tan irregular, que la enfermera no sabía ni por dónde empezar. Tras una hora intensa de trabajo, entre grapas e hilo, consiguió cerrar la herida y que ésta dejara de sangrar. Unos puntos de aproximación más en el corte que tenía cerca del ojo derecho. Y nos quedamos a la espera de que el médico nos dijera si pasaba la noche en el hospital, o nos podíamos ir a casa.

Sobre las nueve y media de la noche nos dieron por fin el alta médica, no sin advertirnos antes de la importancia de vigilar sus reacciones durante toda la noche porque las traumatismos craneoencefálicos, aunque inicialmente no revelasen nada anormal en el escáner, podían complicarse al cabo de unas horas. Tendríamos que volver al día siguiente para revisarle el ojo, ya que en ese momento no había ningún oftalmólogo de guardia. Y tendrían que derivarle a traumatología para hacerle seguimiento del golpe en la cabeza y del cuello, ya que había sufrido también un latigazo cervical durante la agresión.

Nos subimos en el coche camino de vuelta a casa. Antes de arrancar, recibí el mensaje de una conocida. Al parecer, estaba circulando un vídeo de una agresión a un guardia civil, y estaban preocupados porque el guardia agredido se parecía mucho a mi marido. No sabía cómo reaccionar.

En apenas un par de horas ya estaba circulando un video de lo ocurrido. Con disimulo, le pregunté a él si durante el incidente les estaban grabando, y me contestó que sí, que mucha gente había estado grabando lo ocurrido. Me quedé helada, sin palabras.

Camino de vuelta, fui conduciendo más despacio que en el trayecto de ida, pensando en cómo explicarle a los niños lo ocurrido, pero también perturbada por la idea de la existencia de aquel vídeo en el que se veía la agresión a mi marido.

Aquella noche se nos hizo larguísima. No encontraba postura para poder dormir a causa de los dolores. La cabeza, el cuello, el ojo,… Vuelta para un lado. Vuelta para otro. Bajamos al salón, a ver si sentado en el sofá conseguía conciliar el suelo. Y por fin él consiguió dormir un par de horas. Yo, no dormí nada en toda la noche. Primero, porque recordaba que nos habían dicho lo importante que era vigilarle durante toda la noche por si presentaba alguna complicación. Y además, desde que habíamos llegado a casa muchas más personas me habían comentado lo del vídeo. Pensando en ese vídeo no pude conciliar el sueño.

Al día siguiente, la noticia de su agresión apareció en todos los medios, video incluido. Al principio yo me negué a verlo, pero finalmente me armé de valor y lo vi. Fue tremendo. No me había imaginado que la agresión hubiera sido tan grave. De hecho, si hubiera visto el vídeo antes de ir a verle, no creo que hubiera sido capaz de haber ido yo conduciendo.

En el video puede verse perfectamente como mi marido, después de un rato dialogando con el joven, consigue que éste se calme y ponga los brazos en alto. En ese momento, cuatro guardias lo rodean. En el escenario estaban también cuatro sanitarios esperando a que el joven accediera a acompañarlos pacíficamente al hospital, junto con dos policías locales que observaban la actuación. Cuando mi marido queda frente a él, intenta bajarle suavemente el brazo izquierdo para esposarle, y, en ese instante, el joven le golpea fuertemente en la cara, haciendo que su cabeza impacte brutalmente contra una esquina del cajero, perdiendo ipso facto el conocimiento. Y comienza el caos. Dos de los guardias intentar reducir al agresor, pero, al ver que se encontraba nuevamente exaltado y descontrolado, se apartan. En ese momento, el joven aprovecha para propinarle una patada en la cabeza a mi marido, que permanecía inconsciente tumbado sobre el suelo. Otro de los guardias trata de enfrentarse al descontrolado, resultando levemente herido.

Mientras tanto, los sanitarios y uno de los guardias arrastran el cuerpo inconsciente de mi marido, sacándolo del centro de la pelea para evitar que vuelva a ser golpeado. Los dos policías locales se limitaban a dar vueltas, sin acercarse demasiado, hablando por teléfono, y de los tres guardias que quedaban en pie, uno intenta nuevamente hacer frente al joven descontrolado, aunque sin éxito.

Finalmente, la ambulancia que había acudido para trasladar al joven al hospital se utiliza para llevar a mi marido.

Ese vídeo, y muchos más del estilo, circularon como la pólvora, y la noticia fue titular no sólo en medios asturianos, sino también en medios de ámbito nacional, programas de radio, tertulias y debates. La brutalidad de la agresión y la insuficiencia de la respuesta policial no dejaron indiferentes a nadie. Todo el mundo se hacía la misma pregunta. ¿Por qué no se inmovilizó al agresor en el mismo momento en el que hubo un agente caído? Yo misma me he hecho esa pregunta una y otra vez. Por qué nadie hizo nada cuando mi marido cae desplomado al suelo, quedando a la merced de su agresor. Por qué no cuentan como dotación de una pistola taser para hacer frente a situaciones como aquella. Me martirizaba pensar que la patada podría haberse evitado de haberse reducido al sujeto tras el puñetazo. Y me martirizaba tener la certeza de por qué nadie había hecho nada al respecto, aunque me costara asimilarlo. Desde el momento en que el operativo quedó rodeado de público, grabando todo lo que sucedía, los agentes sienten la presión de tener que controlar todos sus movimientos de respuesta, porque cualquier reacción de fuerza frente al agresor podría costarles un expediente disciplinario. La seguridad de mi marido comprometida por la indefensión de los agentes en sus actuaciones.

Si los guardias civiles tuvieran el respaldo necesario para poder utilizar sus medios de dotación, la situación se hubiera resuelto de otro modo, y muy probablemente mi marido ni siquiera hubiera llegado a resultar herido. Pero, desgraciadamente, vivimos en un país en el que cualquier maleante cuenta con más derechos y garantías que un agente de seguridad. Es la triste realidad.

En aquellos días, sin darme cuenta, me obsesioné con lo sucedido. No podía dejar de visionar los videos que me llegaban, de buscar información en internet, de devorar todas las noticias y comentarios que encontraba al respecto. La mayoría de ellos deseaban pronta recuperación a mi marido, y condenaban lo sucedido, pidiendo justicia. Pero no pocos indeseables se pronuncian celebrando la agresión. Nunca entré al trapo ni respondí a nadie pues, si bien la situación me estaba superando, aún me quedaba sentido común como para no discutir con necios.

Tras dos semanas sin salir de esta tóxica espiral, fui consciente del daño que me estaba causando reviviendo la agresión una y otra vez. No podía seguir así. Tenía que ser fuerte por mis hijos, a quienes me cuidé mucho de mantener al margen de dichos videos, y también por mi marido. El daño psicológico que estaba empezando a experimentar como consecuencia de la repercusión mediática de su agresión estaba siendo incluso mayor que el dolor físico.

Los seis meses siguientes se pasaron entre visitas de control médico. Controlar los puntos de la cabeza y ceja. Controlar el daño del ojo derecho. Seguimiento de traumatología. Rehabilitación cervical. Y largas sesiones con el psicólogo para curar las heridas del alma.

Poco a poco, las aguas volvieron a su cauce, y mi marido se reincorporó en su trabajo. Y, a pesar de ser consciente del ninguneo que sufre su profesión, nada le impide salir a la calle cada día con su mejor actitud, preparado para hacer frente a lo que sea, porque cuando un guardia civil jura bandera, el “Todo por la Patria” lo lleva hasta las últimas consecuencias.

Tras ser detenido, el agresor, con diversos antecedentes, fue puesto a disposición judicial. Entró por una puerta, y tan pronto como entró, salió por otra. Meses después, la acusación particular consiguió que el Juzgado de Cangas de Onís acordara su ingreso provisional en prisión, a la espera de juicio. A día de hoy el juicio no se producido, ni hay fecha prevista para el mismo. Pero cuando llegue ese día, el día del juicio, sólo espero que caiga sobre el agresor todo el peso de la ley, con la misma fuerza con la que él golpeó a mi marido.